lunes, 20 de agosto de 2007

Lost (I)

Un viaje con un desconocido puede deparar sorpresas. Hace unos años gané uno a Florianópolis para dos personas. Invité a Viviana, una chica porteña con la que chateaba y hablaba por teléfono sobre música, filosofía, religión... La conocí personalmente en Buenos Aires y aquí la desconocí. El viaje fue una mezcla rara de delirio, aventura y ansiedad. El encuentro, antes de partir.

Preembarque
Viviana estaba ahí, cerca de la plataforma de la empresa Basa, en la Terminal de ómnibus. Llegué justo cuando arribó. Se la veía más delgada y más menuda que aquel primer encuentro en Buenos Aires. Hola, me dijo fríamente, como guardando distancia. ¿Adónde queda el aeropuerto?
Uno de los choferes del colectivo le hacía gestos, sonrisas, gesticulaciones. Viajé en la cabina, me aclaró ella. Como no puedo estar sin fumar... el loco baila tango, como yo. Y va a la misma milonga, pero nunca nos encontramos, ¿podés creer?
En un café tomamos algo que para mí era lo de siempre, una lágrima, y para ella un café con leche ni muy frío ni muy caliente, con medialunas, un salero y algo de agua sin gas. ¿Un salero? preguntó la moza. Un salero dije, dijo.
Hablamos de cosas importantes con la banalidad de un par de preadolescentes. Ahí supe de sus dos hernias de disco, de que es búho y no alondra (se potencia por las noches), que suele tener mal carácter y que la sepa comprender, que muy pocas veces ha viajado en aviones con dos motores y que si se descompone uno igual el otro funciona, según le dijo un amigo de un aeropuerto...
Creo que no hablé mucho. Me limité a asentir, a mirar, a pensar... ¡seis días con esta mina! Nos fuimos. Le pregunté por la inutilidad del salero y me dijo que a veces las medialunas no vienen lo suficientemente saladas. Si mal no recuerdo, comió medialunas dulces.

El viaje al aeropuerto fue en taxi. El taxista se enteró de todo, hasta de sus períodos menstruales. Sabía que nos miraba por el espejito. Al principio me preocupaba. A los cinco minutos ya no me importaba ni mi vida.

Unas puertas de chapa, una muchedumbre reducida a unos dos metros cuadrados, gente que preguntaba por el vuelo del día. El aeropuerto estaba en remodelación y de lo exiguo que era por entonces sólo la mitad estaba en funcionamiento.
Pasamos por el control de aduana. Como después pude corroborar, todo lo que para el resto de los mortales es un simple trámite, para mi acompañante era la trama de un blooper, en el mejor de los casos. El límite para declarar era de 300 dólares. Comenzó a sacar objetos varios, como una cámara de fotos automática, un walkman y no recuerdo qué más (no quise mirar mucho; de hecho, me alejé un poco). El empleado decía una y otra vez que no había problema, señorita, que eso no supera el monto, que... Después me tocó a mí. No declaré ni mi cámara réflex con el zoom ante la necesidad de salir pronto de ahí.
Antes de ingresar al hall Viviana recordó que no llevaba la suficiente cantidad de cigarrillos negros y que en Brasil no se consiguen y que si no conseguía se moría o le dolía el estómago o... Ahí hay un kiosco, dije fríamente. El único kiosco no tenía ni Parisienes ni Particulares ni nada, pero la dueña del local prometió conseguir algo para antes de que despegue el avión. Aseguró que se los llevaría a la sala de preembarque. ¿En serio... me los vas a llevar?
Pocos minutos después estábamos sentados frente a frente esperando el vuelo 2962 de la extinta Southern Winds. La policía federal brasileña estaba de paro, dijo uno. Esto se va a demorar por lo menos dos horas, dijo otro. La pista estaba tan vacía que por momentos dudé de estar en un aeropuerto. Había tractores, creo.
-Yo sé la edad de las personas por los dientes, como los caballos. Vos no tenés la edad que decís.
-¿Me viste los dientes?, pregunté.
-No, pero este muchacho no tiene 37, le dice Viviana a una mujer que estaba sentada al lado, poco interesada en la conversación.
-No, dijo la mujer.
-¿Vos pensás que me voy a aumentar la edad?
-Habría que averiguar por los cigarrillos. Cierto que de aquí no podemos volver atrás, porque ya pasamos los controles, ¿no?
-Así es. Disfruté.
-Pero igual. Voy a hablar con aquel policía a ver si puede hacer algo. Está del otro lado y puede hablar con la kiosquera.
-La mujer que dijo “no” me miró como preguntando qué relación me unía a la chica.
-...
-¡Buenísimo! El loco fue a hablar con la mina y dijo que me los va a traer... El vuelo se va a demorar, aparte. Así que tenemos para charlar un rato, mientras tanto.
Me levanté a mirar la pista.

Prefacio para obra inconclusa

Una especie de prólogo para un libro de un periodista que alguna vez tuvo ideales y ahora es poco menos que un comerciante de las letras. Un libro por encargo, tal vez.

El porqué
Soy un periodista independiente que trabaja para una empresa periodística independiente: el diario El Imparcial, que pertenece al holding IS (Independent Sometimes). Un medio que, en realidad, responde a los intereses de Nubes Australes, empresa de aeronavegación que, se sospecha, tiene una fuerte vinculación con dos ex presidentes y el jefe de un cártel mexicano. Eso sí, tengo total libertad para escribir lo que quiera. Siempre y cuando no se publique.
Hace más de cinco años, es decir, hace seis, trabajaba para un periódico cuya razón de ser era el rescate de la identidad nacional. Mi columna se llamaba “Leyendas perdidas”, una búsqueda afanosa por la tradición oral. De difícil transcripción al lenguaje escrito.
Este libro fue hecho por encargo. Por un tema que tiré hace doce años en una mesa de café: qué pasaría si los guanacúes, aborígenes ya extintos, no hubieran sido sometidos por los españoles. Más concretamente, si los europeos jamás hubieran llegado a América.
Por aquellos días no estaban de moda las novelas históricas, menos las antropológicas. Yo estudiaba el sistema vigesimal de los mayas con una amiga a la que pretendía enamorar citando frases de poetas ranqueles ya olvidados. Mi amiga nunca se enamoró de mí, pero sí de un descendiente de uno de aquellos poetas: Jonathan Brian Noaunkinyú. Aquel chico de rasgos orientales, como solía describirlo Amanda, mi amiga.
Con el Negro (como le decíamos a Jonathan Brian) y Amanda, logramos una sólida cofradía. Soñábamos juntos con un futuro mejor: repartíamos comida en barrios humildes, a cambio de electrodomésticos robados; sacábamos a los chicos de la calle, y los poníamos en la vereda.
Ese período curó casi 40 días. Una etapa de lecturas obligadas: desde Marcuse a Hegel, pasando por José Pablo Feinmann; desde Jauretche a Scalabrini Ortiz, sin olvidar a Alvaro Abós. Organizábamos extensos debates sobre las notas a pie de página de algunos libros; hacíamos recitales de música alternativa a la alternativa, de modo que nadie fuera; hicimos una radio abierta en el Monumento con la consigna Salvemos a los yanquis de Granada, o algo así, donde pasábamos canciones de la Antigua Banda, aquel famosísimo movimiento musical de la isla; fuimos a matar saltamontes a Belice…
Pero la mística terminó. Jonathan Brian consiguió un puesto de camarero en el cabaret Inside de Miami y se fue. Con Amanda, ahora una reconocida stripper. Me quedé con todas sus pertenencias, incluso una versión apócrifa del libro fucsia de Unkuli, un líder
revolucionario senegalés.
El tiempo pasa. La mayoría de mis amigos adoptaron otras ideologías, otros trabajos. Manuel, el de la frase “Con las armas, por la revolución” es gerente del banco Interworld. Tiene tres hijos y un spa. De vez en cuando dice escuchar los mensajes que le dejo en el contestador. Esteban, que coordinaba los talleres “El peronismo de Discépolo”, es Public Relations de Explaintrade, una consultora que organiza conferencias de banqueros para países emergentes. El único que se mantuvo fiel a las viejas consignas es el Chino, actualmente desocupado. Desde hace ocho años.


La visita
La vieja casona de la calle Juan Manuel de Rosas estaba intacta de mugre y musgo, como la dejé en 1984. Allí fui hace unos meses en busca de algunos libros que creía tan iguales a ese pasado. El Chino, en señal de confianza, me hizo pasar desde adentro; estaba borracho y no podía levantarse. Abrí la puerta y choqué con el cuerpo de un gato muerto, probablemente hacía años. O tal vez horas. O era de juguete. Lo cierto es que el animal no despedía olor nauseabundo.
“Pasá, pasá” me dijo el Chino en castellano, que por otra parte era el único idioma que hablaba. Nos confundimos en un abrazo: él creía que era un hermano que hacía mucho que no veía. “No, Chino, soy yo, Pedro, perdón, Juan”. “No me digas”, exclamó, así, sin signos de exclamación. Lo miré a los ojos y no le dije nada. El silencio habló por mí y por un pasado en conjunto, de pegar afiches en las paredes, de hacer volantes, cuando trabajábamos en la agencia de publicidad.
Caminé hacia una biblioteca ordenada alfabéticamente: al lado de Gramsci estaba Gandulfo, Petrona de. “¿No me digás que todavía guardás esto?” casi grito viendo aquella colección que generó tanta polémica en las bases: los minilibros de Anteojito. El Chino me miró sin mirarme. Se sacó los lentes sucios por una colonia de paraísos bonsai y me hizo un ademán que interpreté pornográfico. Dos horas después me confesó que hacía años que no estaba con una mujer, mientras yo le decía que nunca lo había hecho con un hombre. Me levanté de la cama, descorrí un cartón que hacía las veces de puerta y fui a la cocina a orinar.
El Chino me regaló una colección de 60 libros sobre mitología guanacú. En realidad, los guanacúes tenían una única leyenda que la tergiversaban a su gusto: la historia de un pájaro que se convirtió en español, puso una granja, comenzó a dar fiado y los colonizó.
Me costó despedirme de mi viejo amigo, sobre todo por los 60 libros que apenas podía sostener. Al llegar a casa encendí la computadora, escuché los mensajes del contestador, me senté a ordenar la bibliografía y escribí “Belgrano y los indios. Inclinaciones”, un título abierto pero con el gancho necesario que me pedía el editor.

La información
Logré reunir muchos datos, algunos contradictorios. Para ciertos investigadores, los guanacúes eran capaces de construir “mbapés”, ábacos de cerámica pero con funciones de microchip. Para otros, jamás lograron hacer una vasija que fuera útil (por lo general, le dejaban dos bocas: la superior, para llenarla, y la inferior, para vaciarla; todo al mismo tiempo).
La escritura era muy precaria. Hacían jeroglíficos de compleja deducción: dibujaban aves y las nombraban caballos.
Conocían el fuego, comían carne sin pasar por las llamas. Las llamas y las vicuñas eran usadas para otros fines. Era muy popular el sushi de armado chancho. Con las brasas encendían cigarros de una hierba ahora prohibida: el cáñamo de bicho bolita. Su inhalación era necesaria para lograr la “ausencia témporo-espacial”, como me explicó un descendiente de aquella noble raza, William Stratford.
Las viviendas estaban recubiertas de pluma de ganso. En su interior el invierno ni se percibía. Durante el verano los guanacúes emigraban girando en círculos o trazando triángulos isósceles. Esto les permitía una mayor aerodinámica y ahorro de energía; recorrían diez kilómetros en noventa días, manteniéndose en el punto de partida.
El promedio de vida era de 52,7666666 años. El 12% había tenido relaciones con un chimango antes de los 14 años, el 61% manifestaba haber visto un ovni durante la ingesta de cáñamo de bicho bolita, el 32% era ateo de los 68 dioses de su religión, el 27% era de origen sueco. Tamaña información, extraída del libro “Un weekend para los guanacúes” más que aportar, confundía.
De todas formas, urgido por la premura del trabajo por encargo, armé mi hipótesis-novela. Fueron días de tortuosa alegría, de desdichada felicidad. Jornadas sin más alimento que cientos de páginas amarillentas que reposaban bajo el sugestivo título Guía telefónica.
Este libro no hubiera sido posible sin el trabajo de Felicitas, mi mecanógrafa, que pacientemente ordenó e interpretó las 6.326 páginas de mis originales, a pesar de sus 86 años y de su artritis. Agradezco también los más de 50 testimonios de gente que creyó en mí y a quienes prometí una retribución económica de la que estoy muy lejos de poder cumplir. Al Chino, por su transparencia, por su inocencia, por su ingenuidad y, sobre todo, por sus libros. Y a mi fiel Negrita, mi sirvienta guanacú, que en su lengua, apenas entendible, aún pretende que le pague los salarios adeudados de hace seis meses.

Presentación

Durante años escribí, fotografié y dibujé cosas que nunca publiqué ni pensé publicar. Muchas de ellas han ido a parar a la papelera, a la real y a la virtual, para sucumbir en las glorias del olvido. Cada tantos años junto escritos y los ordeno, como bibliotecario, en cajas, carpetas, y ahora CDs. Cada tantos años, también, tiro todo lo que me parece superfluo y por poco no me tiro a mí mismo. Ante la posibilidad de que ese proceso continúe cíclicamente, sin un fin claro, decidí publicar, subir, postear o como se llame, algunas cosas. Y, de paso, me obligué a escribir y crear (fuera de mis obligaciones laborales) con cierta regularidad.
Por aquí se podrán ver cuentos y ensayos, fotos, bocetos y alguno que otro intento de animación. También contaré algunas cosas que me pasan, pienso y supongo. Espero que tengan un fin más útil que el contenedor de la basura.