martes, 23 de febrero de 2010

Lost (VI)

A las 9 de la mañana siguiente fuimos a abordar el “barco pirata”. No muy convencido, y con la intención secreta de quedarme aduciendo algún problema no creíble del tipo “¿Te conté que cuando viajo en barco me transformo en hamster?”, salí con Viviana hacia el muelle de Canasvieiras.
Siempre odié este tipo de paquetitos armados para el turismo. Supuse, no sin equivocarme, que lo que prometían (un fascinante recorrido por la isla, donde conoceremos bla bla bla) no iba a suceder sino sorteos, bailes, prendas y demás cosas que nos harían olvidar de los mareos ocasionados por el oleaje.
Cuando embarcamos Viviana me dijo casi susurrando que lo único que sabía bailar era tango, “acá me parece que hay mucho grasa, creo que estamos de más”, y otras cosas que presagiaban un paseo inolvidable. Nos acomodamos en la cubierta, de pie entre un mar de gente que comenzó a bailar, animada por un sujeto con una bandana que, como todos sabemos, era la prenda básica de los piratas. “¡Buena onda, buena onda, chan-chan, buena onda-buena onda!” era la canción que se escuchaba por los altavoces. Giré la cabeza a mi izquierda y vi a mi compañera no sólo bailando frenéticamente sino alentando a una vieja que apenas podía mantenerse en pie a que lo hiciera como ella. Disimuladamente caminé entre los felices embarcados hacia el extremo opuesto. Pero al ratito se me acercó y me dijo “¿Viste el tatuaje de esa mina?… aparte es hermosa… está para darle”. Hice como que no escuché. Habían pasado no más de veinte minutos y yo ya veía la costa como algo muy lejano.
-¿Hablaste con el cordobés aquel?, me dijo señalando a un sujeto casi desdentado que cuando lo miré me elevó el pulgar como diciendo vaya a saber qué.
-No… ¿es cordobés?, pregunté como interesado.
-Ajá, como todos los cordobeses que hay acá (sick, digo sic). Le conté de mis minivacaciones en Miramar, en playa Escondida. Porque yo soy nudista, pero no por una cuestión sexual, sabelo, sino porque amo la naturaleza… (y no sé cuántos argumentos más). Hasta que finalmente el pirata-animador dijo:
-Gente, prepárense que ahora haremos EL concurso de baile, con música para todos los gustos…
-¿Hay tango?, gritó. Porque nos encanta bailar tango.
-Hay tango, señorita…
Vos bailá con quien quieras, flaca… Pensé en irme... pero no podía.
Las normas del juego me tranquilizaron. Quien bailara debía hacerlo con un no-acompañante. Es decir, no-pareja, no-amigo, no-hermano, ni eso que éramos nosotros…
Una interminable selección de ritmos, desde el twist hasta el rap, pasando por el deseado tango envolvieron a los participantes en un improvisado espacio destinado a pista de baile.
Yo, acodado en la cubierta, como el Persio de Cortázar, recordaba aquellas interminables charlas telefónicas del invierno anterior. "¿Será la misma mina?", pensé. Incluso imaginé hacerle preguntas puntuales que recordaba de aquellas conversaciones, para ver si se contradecía. “Pero la voz es la misma”, me decía.


Me di vuelta y entre la multitud surgió Vivi con un muchacho rubio de ojos claros.
-Juan… Te presento a Knut…
-Knut… Knut-Alexander (me dijo, a la manera de James Bond).
-Juan… Juan-Carlos.
-Y él es Leif.
Leif sonrió y me saludó como si fuera su amigo. Hablaba bastante bien el castellano.
-¿Es tu novia?
-Ni por puta.
Los muchachos eran noruegos. Era su primer viaje juntos a América del Sur, aunque Leif ya había estado otros años por estas latitudes.
Pensé, no sin equivocarme, que lo de Vivi y los noruegos no terminaría en ese viaje. Lo que nunca imaginé es que años más tarde Leif vendría a visitarme unos días a Rosario y que en la ex parrillita Norte me diría, mientras se llevaba un pedazo de costilla a la boca:
-¿Cómo es que tú, Juan, viajaste con esa chica?
-No sé.