lunes, 17 de diciembre de 2007

Por un mundo mejor (I)

Ilustración: César Couselo

El partido se había fundado tres meses antes. Nuestra principal consigna era luchar por los ideales de Anacleto Sánchez, el Iluminado, un tipo simple, de costumbres austeras, que vivía en nuestro barrio desde la década del 60. Si bien nunca lo vimos trabajar, estudiar o realizar alguna actividad digna de ser recordada, de él guardábamos una imagen tal vez magnificada, aunque difusa y vaga. Sobre todo vaga.
La agrupación se llamaba Frente para la Liberación de los Marginados. Tenía cinco afiliados, aunque desde el principio ya se notaban diferencias ideológicas bien marcadas. El lugar de reunión era la que alguna vez fue la casa de Anacleto, ahora una especie de tapera hedionda aunque pintoresca, debido a la fachada de pintura descascarada que dejaba ver más de treinta capas y colores de épocas remotas. La habitación donde nos reuníamos era la misma en la que murió Anacleto, ahora un santuario en el que los ladrones del barrio pedían por más y mejores robos. Allí cada uno de los miembros tenía su lugar, su ubicación. Matías, el autista, siempre sobre la cama, por una cuestión de cábala. Alberto, el borracho, en el suelo, mirando fijamente una escultura de Anacleto hecha con caracoles y estiércol por un artista barrial. Jeremías, siempre haciendo chistes de humor negro sobre su madre cuadripléjica. La Momia Jaef, a quien cariñosamente llamábamos el fundamentalista, por esa costumbre de atarse cohetes Fosforitos a la cintura. Y yo, el más joven, que me sentaba siempre sobre un cuero disecado de un animal de difícil definición.
Las reuniones eran los martes a las seis de la tarde. La puntualidad debía ser estricta, aunque había un margen de una hora más o menos.

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